miércoles, 3 de febrero de 2010

¡Envía un SMS, que algo queda!

¿Se han entretenido en leer los mensajes que se envían por SMS a determinados programas de televisión y que aparecen debajo de la imagen? Seguro que sí. Nadie puede sustraerse a ello. Yo, al menos, no puedo, hasta el punto de que muchas veces me sorprendo haciendo zapping sólo para leer esos textos indescriptibles, escritos a toda prisa, con muchas faltas y bastante mala leche la mayoría de las veces.


Sea quien sea el entrevistado, los tertulianos o el asunto a tratar: inmediatamente aparecerán mensajes de fieles incondicionales o enemigos acérrimos soltando las mayores barbaridades. Y, de paso, contra Zapatero, que debe ser la persona más citada, insultada y vituperada en esta especie de nueva red social. En esto si es interactiva la televisión. Y democrática, porque el regidor del programa sólo puede alentar al público del plató levantando el cartel “aplaudir” pero, que yo sepa, no tienen otro con “abuchear”. No: los abucheos y gritos –porque algunos SMS son auténticos gritos–, vienen de los telespectadores, dispuestos a gastar unos céntimos de euro para comunicar, de forma anónima, eso sí, su acuerdo o desacuerdo con lo dicho.

Mensajes de todo tipo, diferentes según los horarios (salvo en poner a parir a Zp), inocentes algunos y agresivos la mayoría, con suficientes faltas de ortografía para declarar inservibles todos los planes educativos de los últimos años, pero con un fondo que deberían analizar los sociólogos de este país y los gabinetes de los dirigentes políticos (me consta que no lo hacen) entretenidos en leer, ver y oír en otros formatos informativos o en las redes sociales de internet. Porque son una expresión anónima del contento o el descontento popular (más de esto último) expresada de manera tosca la mayoría de las veces, pero expresada.

martes, 27 de octubre de 2009

Nuevos caladeros para la ludopatía

Llámenme reaccionario, pero aquí muchos responsables, en los organismos oficiales que correspondan, están tocando la lira en lo referente a una adicción peligrosa que destroza familias y seres humanos: la ludopatía. Beba con moderación, ni se le ocurra fumar, pero juegue cuanto quiera y a lo que quiera. Y si al final “la ilusión de todos los días” acaba en tragedia familiar y personal, la culpa es suya por golfo.
Quién sea del Estado debería advertir a la gente, aunque fuese con los consabidos minúsculos rotulillos a pie de cartel, que jugar no es un juego, que más de un millón y medio de personas, que ni siquiera conocían la palabra ludopatía, están atrapadas en una trampa de la que no pueden salir, sintiendo todos los días vergüenza y desesperación.
Pero ¿quién va a advertirles?: ¿Loterías y Apuestas del Estado, dependiente del Ministerio de Economía y Hacienda? ¿La Once? ¿Las asociaciones de empresarios de bingos, casinos y tragaperras? ¿Loteria de Catalunya?
Desde el advenimiento de la democracia (cuidado, no piensen mal de mi) y la liberalización del juego en 1977, los ciudadanos no hemos dejado de vaciar nuestros bolsillos ante cualquier forma de juego y con la mayor alegría. Y lejos de advertirnos, el Estado –y todos los que han gestionado el Estado–, ha mirado hacia otra parte, con una legislación laxa o inexistente, como si las adicciones que generan impuestos fuesen menos adicciones.
Podía esperarse algo de los medios de comunicación: que avisasen, que llamasen la atención, que reportajeasen tragedias, pero lo cierto es que algunos se han unido al festín económico del juego.
Las nuevas y cibernéticas variantes del juego: apuestas y poker por internet, son motivo de noticia jocosa e irreflexiva en casi todas las cadenas de televisión, que tienen sus propios programas de divulgación con los que generan nuevos viveros de ludópatas, en su mayoría jóvenes ansiosos de sentarse frente al ordenador y emular a Matt Damon en Rounders.
Nos enfrentamos, quizá, a la peor cara de la ludopatía cuyas funestas, muy funestas consecuencias no tardarán mucho en aparecer. Nos enfrentamos a jóvenes y no tan jóvenes solos, en la intimidad de una habitación, jugando con otros ludópatas de todo el mundo a quienes ni siquiera conocen, en programas que muy bien podrían ser virtuales y agotando, casi sin darse cuenta, los disponibles de una o varias tarjetas de crédito (hablo de miles de euros) que desgraciada e inevitablemente habrá que pagar, ya veremos cómo.
Pero aquí todo el mundo la mar de contento, los gobiernos mirando para otro lado, las asociaciones de consumidores y usuarios pilladas en un renuncio, los medios de comunicación indecisos. Y el dinero fluyendo hacia paraisos fiscales.
Así es la vida.

miércoles, 21 de octubre de 2009

El dilema de la inflación

Confieso, antes que nada, que tengo los conocimientos justos de economía. Hasta la economía familiar se me resiste. Pero no me extraña, con lo difícil que debe ser. Hace un año, los mandamases del banco europeo decidieron que había que quitarnos a los europeos la costumbre de consumir, porque la inflación crecía y demasiada inflación es mala. Y nos la quitaron a base de subirnos los tipos de interés y retirar de nuestras carteras, vía hipoteca, un buen puñado de euros. Mes a mes, punto a punto, veíamos mermar nuestros bolsillos y nuestra nómina.
Evidentemente, dejamos de comprar cosas y aquellos que mantenían sus empresas a base de vendernos esas cosas, comenzaron a verse en apuros. Bajó el petróleo, explotaron las burbujas inmobiliaria y automovilística, reventó el sistema bancario y la inflación, aquella tan mala que tenía la culpa de todo, comenzó a descender en picado.
¡Estamos salvados!, pensé yo en mi ignorancia.
Nada más lejos de la realidad: ¡resulta que tan malo es que baje la inflación como que suba! Y ahora, el Banco Central Europeo vuelve a bajar los tipos para que suba de nuevo aquello que bajó, para volver a meternos en el bolsillo un puñado de euros gastadores con los que comprar cosas.
Lo malo es que ahora, nadie se fía de nadie y todos nos tentamos la ropa antes de renovar nuestro parque familiar de electrodomésticos o el fondo de armario, porque lo bien cierto es que, al menos yo, no sé que hacer. ¿Me compro la nevera y pongo en peligro el equilibrio infacionario? ¿No me la compro y jorobo a las fábricas y tiendas de electrodomésticos?
Y ante la duda, hago lo que hemos siempre los españoles ante este tipo de dilemas: me voy al bar y mañana ya será otro día.